Taller 19
Regresaba como todas las tardes después del rutinario trabajo que había conseguido en una bodega del centro de la ciudad. A su edad resultaban muy esquivas las opciones de empleo pero había sido necesario resignarse a fin de enfrentar la impostergable necesidad de subsistir. Volvía también, como todas las tardes, cansado y tremendamente hastiado de una vida casi sin matices en la que todo parecía plano y en blanco y negro. El mundo giraba a su alrededor con un ritmo totalmente desconocido, la gente iba y venía ensimismada en afanes que no era capaz de interpretar. Curiosamente le afligía en especial, volver a casa sin ninguna novedad que compartir con Amanda, su compañera de más de cuarenta años. Después de intercambiar con su mujer los gastados halagos de costumbre, instintivamente revisó la morada en silencio como para experimentar una ilusoria sensación de propiedad, a pesar del mezquino tamaño de su reducido territorio. Era todo lo que tenía, poco, pero suyo, sin embargo lo invadió un ingrato sentimiento de desconsuelo. Tuvo la triste sensación de que la vida se le iba escurriendo sin siquiera haberla saboreado. En la semi penumbra del atardecer que comenzaba a desparramarse por todos los rincones de la modesta vivienda se destacaban algunas sillas, la mesa de comedor y en el rincón la vieja cajonera de estilo impreciso, pero con muestras indelebles de haber hecho frente a incontables desafíos a través de los años en manos de la familia e inseparable compañera de siempre, desde la aldea natal. Sobre el deteriorado mueble se destacaba una antigua fotografía desde la que miraban inquisitivamente un niño de no más de cinco años junto a un hombre de mediana edad, que vestían a la usanza campesina. La foto registraba a Juan, el dueño de casa cuando era un crío y a su padre ya fallecido hacía algunos años.
Amanda se aprestó a ordenar la mesa, sirvió algunos platos con comida, la infaltable copa de vino para Juan y se dispusieron a agradecer a la providencia por los modestos pero reparadores alimentos presentes en su mesa. La cena avanzaba con la tenaz monotonía que había ido forjando la pareja en los últimos años. Sin embargo, cuando Amanda volvía desde la cocina se sorprendió enormemente al observar que Juan conversaba en voz alta. En un primer momento le angustió suponer que su marido empezaba a hablar solo. La copa de vino estaba aún más que media por lo que no era ella la responsable. A pesar de dudar de lo que veía, pudo reconocer que había un niño sentado a la mesa. La cara de su esposo transmitía una ya olvidada sensación de serenidad y Amanda notó que incluso la penumbra que envolvía la estancia se había impregnado de una luminosidad desconocida. La situación le pareció tan irreal que el miedo la obligó a parapetarse en el marco de la puerta a fin de lograr un absurdo resguardo, pero sin perder por ello ningún detalle de lo que estaba ocurriendo.
La presencia del niño estaba produciendo cambios palpables y benéficos; su marido era otro, como tocado de la felicidad, incluso ella se sintió inundada por una desconocida sensación de bienestar. Amanda pudo reconocer en la conversación algunos aspectos referidos a la infancia de Juan, que alguna vez en su vida habían estado presentes como pequeñas aventuras y sueños a disfrutar en un futuro que ya estaba viviendo, pero en el que no los había podido alcanzar. En realidad la escena era insólita; Juan estaba conversando consigo mismo; con el que había sido en su infancia. Amanda, maravillada por lo que veía se dispuso a fotografiar el extravagante acontecimiento, sin embargo, al primer afán la pequeña visita se elevó desde su silla y comenzó a desplazarse por el aire a medida que reducía su tamaño en dirección a la vieja cajonera para, frente a la mirada atónita de la pareja, reincorporarse a la fotografía de donde había escapado.