Taller 22
La mañana estaba despejada, y la brisa de fines de agosto balanceaba con intensidades variables las copas de los árboles, mientras aplastaba con descaro las tiernas hojas de pasto aún verdes que rodeaban la pista del pequeño aeródromo. Ricardo había llegado al lugar con su nieto que bordeaba los siete años. Sería su primera experiencia de volar con el abuelo. El blanco cuadriplaza los esperaba serenamente en el hangar para enfrentar las necesarias inspecciones y recibir los suministros imprescindibles para encumbrarse a las alturas. Se completaron los preparativos, montaron los tripulantes y la bella aeronave comenzó, al cálido murmullo del suave motor, el desplazamiento hacia el umbral de la pista. En la losa de pruebas comprobó: “controles conforme, parámetros en orden, pasajero asegurado y autorización de despegue…”. Se inició de esta forma la carrera de aceleración progresiva que le obligó a rodar por la pista algunos cientos de metros hasta que el pequeño aeroplano comenzó a desligarse de la superficie. Poco a poco la sensación de flotar y ver alejarse a las cada vez más pequeñas formas de lo que hasta entonces les rodeaban produjo en ambos tripulantes el goce incomparable de volar. El verde intenso de los campos que esperan la próxima primavera, el brillante plateado de los riachuelos y esas lejanas y altas cúspides de los cerros que ya se podían mirar hacia abajo, producían un sobrecogimiento extremo. La transparencia del cielo con su trasfondo azul intenso proyectaba una luz que penetraba por los poros, hasta el alma. Ricardo sin descuidar su responsabilidad sobre los mandos de la nave disfrutaba como otro niño junto a su nieto las sensaciones que prodigaba a raudales la experiencia del vuelo. “Cada vuelo es en realidad, una aventura irrepetible, reflexionó…” La nave ganaba rápidamente altura hasta que al alcanzar mil o mil quinientos metros sobre el campo se podía divisar a lo lejos la majestuosa cordillera de los Andes escoltada por el imponente Aconcagua o, hacia el horizonte inverso el plateado azul sin límites del océano Pacífico. La transparencia de la atmósfera permitía recorrer con la vista los confines y detalles del entorno produciendo una sensación de gratitud inigualable. La luz del sol de las alturas iluminaba el rostro del niño, los instrumentos de vuelo y el arco semitransparente que dibujaba la hélice al desgarrar la brisa. Todo era luz y bienestar en ese mundo de resplandor y destellos. En el recuadro azul y fondo verde del paisaje se destacaba la presencia de una enorme masa de espuma blanca en la que la luz acentuaba sus resplandores. Era una enorme nube que cubría un área del valle impregnando de serena belleza los umbrales del entorno. Cediendo a la fascinación reclamada por el niño, Ricardo acercó la nave al imponente volumen a fin de compartir la seductora experiencia, adentrándose levemente en la nube. En pocos segundos el mundo se trastornó bruscamente. La luz tan apreciada se esfumó tornándose en una visión grisácea en la que se dibujaban tristes girones de niebla más claros a ratos alternados con otros definitivamente oscuros. Decidió un giro hacia el punto de entrada pero el entorno se obscureció aún más. El ronquido amable del motor que había animado gratamente el trayecto se transformó en un murmullo amortiguado que parecía venir de los confines de la bruma. Resultaba angustiante tener enfrente una masa gris, indescifrable, que bien podía ser un esponjoso e inofensivo velo
de penumbras o directamente el implacable farellón de una montaña. Ricardo volvió a intentar varios giros pero al haber entrado de manera tan irresponsable a la nube, no retuvo el registro inicial del compás, por lo que perdió totalmente la orientación espacial y sólo consiguió adentrarse cada vez más en las oscuras tinieblas. La insignificante distracción que podría producirle el pequeño movimiento necesario para mirar a su nieto, le parecía un descuido inaceptable en el urgente, aunque ineficaz, control de la pequeña nave. Sin embargo, Ricardo pudo percibir la mirada del niño que con grandes ojos señalaba la sorpresa, la extrañeza y sobre todo, lo más doloroso para él, la inocente confianza que tenía en su abuelo. El ambiente gris oscuro salpicado a ratos de girones blanquecinos y bruscas sacudidas de la cabina, atormentaba aún más la sensación de desamparo que lo agobiaba, ya que él era sin dudas el único culpable. Lo asfixiaba ese acuciante dolor que produce la impotencia. Quiso serenar de alguna forma al nieto pero percibía un halo terminal y una angustia que le apretaba la garganta impidiéndole articular una palabra hasta que, como venida de ultratumba, escuchó la enérgica voz de su mujer que le apremiaba: “Ricardo, Ricardo….despierta.!!