Taller 38
El atardecer se había presentado aquella tarde de invierno invitando a meditar junto a la chimenea sobre los quehaceres realizados durante la larga jornada. Me recliné en un mullido sillón de la sala al amparo de un grato sopor vespertino y, sin haberlo previsto, me encontré frente a frente con mi viejo reloj de pared. A la distancia se oía el ladrido de algunos perros y el áspero rozar de las ramas del laurel sobre la techumbre de la casa. El silencio casi monótono se había apoderado del ambiente. Sólo el invariable tic tac inundaba la placidez de la tarde. Me pregunté cuántos años tendría el señorial artefacto, qué origen, qué escenas habría presenciado en su largo más de un siglo exponiendo su puntualidad entre nosotros. Provenía de fines de 1800 desde algún punto de Europa sin embargo, se adaptó aparentemente sin reproche, a los confines de este hemisferio. Su madera oscura, tersa y reluciente a pesar de los años reproduce una nota de esa elegancia y sobriedad que han logrado traspasar el tiempo. La visión del viejo reloj me provocó paulatinamente la especial sensación de cariño que se siente por un camarada y, cómo no, si todo su quehacer se apoya en mi propia energía, sí, en la energía que yo le traspaso periódicamente y que acumula al comprimir sus resortes a fin de usarla dosificadamente hasta agotarla mientras va relatando el paso de las horas. Fue tal el sentimiento de afinidad que se produjo, que me fue imposible evitar decirle … – “no sabes cuánto te aprecio, viejo amigo”. En el silencio del crepúsculo percibí con emoción su respuesta a través de un par de profundas campanadas que tenían claros visos de invitación, por lo que me acerqué y abrí la portezuela de cristal que ostenta en su fachada y que debí entender que era la puerta de ingreso. Continuaba el monótono tic tac pero nuevas campanadas me apremiaron a visitar el solemne recinto que, como ya había observado, se notaba abarrotado de una profusión de piezas, engranajes y tornillos. Decidí ingresar al tiempo que las campanas me cautivaban con sus cada vez más gratos tonos y el permanente tic tac se hacía más amable, fui reconociendo los diversos elementos y sus asombrosas dimensiones, en especial el imponente péndulo que recorría con orgullo la amplia cámara de operaciones. Desde mi modesta condición, ya que las dimensiones de la máquina fácilmente alcanzaban a los dos pisos de altura, pude observar el lujo de sus piezas perfectas y relucientes, la prodigiosa ingeniería y el ajetreo permanente de un sinfín de mecanismos proyectado en distintas velocidades según se computaran las horas, los minutos o los segundos. Todos los ejes, ruedas y volantes se movían a ritmos diferentes pero manteniendo la sabia armonía del conjunto, de manera totalmente ajustada al paso inalterable del tiempo. Estaba atónito en la contemplación de este mundo maravilloso cuando me atrajo la imagen, hacia un costado de la admirable maquinaria, de un conjunto de estantes clasificados por años, meses y días. Cada uno de ellos conteniendo innumerables compartimentos de tres distintos tonalidades. La magia del ambiente me permitió comprender con facilidad que estaban dispuestas para guardar las horas, los minutos y los segundos registrados a lo largo de la existencia del viejo reloj. Las horas en las gavetas de color púrpura, los minutos en las grises y los segundos en las de color caoba. Con cierta facilidad se podía conocer en detalle los sucesos de cualquier momento en el tiempo, bastaba con seleccionar el depósito correcto para conseguir la crónica de lo acontecido en alguna especial ocasión. Pude percatarme que cada cierto número de años, treinta me parece, en forma espontánea se vacían los diferentes depósitos para volver a procesar el tiempo completamente renovado y repletar otra vez los compartimentos con nuevas horas, minutos y segundos. Y también observé que el remanente descartado se esparce en el espacio para fecundar los tiempos futuros. De pronto y con más fuerza que las veces anteriores volvieron a sonar las campanas del viejo reloj de pared; desorientado observé que ya era de noche y que me estaba abandonando la modorra que me había dominado en el mullido sillón de la sala.