Taller 46 Pascua

Taller 46

Recién se alejaba el verano, lo que animaba a vislumbrar, a corta distancia, la tradicional fiesta de pascua de resurrección que permitiría, más allá del ferviente recogimiento, preparar una espléndida celebración para el deleite de los niños. Si, por esos días debería aparecer el legendario y muy celebrado conejito de la pascua capaz de poner huevos de regalo para los chiquillos, en especial para aquellos de meritoria conducta. Con ese propósito era necesario recolectar las cáscaras de los huevos empleados en la cocina, y perforar cada una de ellas con la precisión necesaria para no estropearlas, poderlas decorar vistosamente y rellenar con golosinas, tal como lo señala la tradición anglosajona.
A propósito, la antigua leyenda relata que una madre muy pobre introdujo algunos dulces en unas cáscaras de huevos sobrantes y se las dejó a sus pequeños hijos en un nido hecho de paja. Los chicos, al salir de la vivienda – y coincidiendo con el paso de un conejo que deambulaba por el sector – interpretaron, con modesta imaginación y nulas nociones de genética, que el conejo los había engendrado. De ahí en más, muchas familias, en especial las que incluyen en su genealogía algún apelativo originario del norte, se preparan abnegadamente para perseverar la tradición.
Así es como algunos días antes de la pascua, la familia de esta historia comenzó a preparar, con una adecuada dosis de misterio para evitar el desengaño de los niños, la decoración de las cáscaras con pinturas de variados colores. Sin embargo, se presentó el primer traspié en la marcha de la empresa. Las cáscaras amontonadas con especial cuidado durante un tiempo chorrearon entre sí ligeros residuos de las claras que se convirtieron en un poderoso pegamento, lo que hizo imposible su separación arruinando parte importante del acopio del preciado material. Sin embargo, ello no se consideró de una importancia tal que obligara a interrumpir la experiencia. Con el concurso de vecinos y parientes se lograron reponer las existencias necesarias para afrontar las demandas de la fabricación, lo que permitió asegurar la continuidad del proyecto.
Llegado finalmente el día D, desembarcaron en el amplio jardín preparado al efecto, los mayores, provistos del material requerido para confeccionar los nidos entre las plantas y completarlos con los huevos de llamativos colores, colmados de golosinas. Pero las mejores ideas suelen frustrarse por pequeños detalles que no se vislumbran incluso en las más esmeradas planificaciones. Todo estaba prolijamente preparado para el despliegue de la mítica sorpresa. Llegó oportunamente el conejo en brazos de una amable vecina, que había puesto su mascota a disposición de la causa. Se trataba de un conejo grande, blanco, flamante y con un hermoso pelaje tenazmente cepillado, en realidad un conejo de salón. De modo que ya, con los partícipes y la escenografía completa, correspondía anunciar el comienzo de la emocionante búsqueda de los huevos de pascua. A las primeras voces comenzó el desplazamiento de los niños, pero lo que nadie previó fue que al abrir la puerta para pasar al teatro de operaciones, éstos serían velozmente sobrepasados por Draco, el corpulento perro perdiguero de la familia que al interpretar como provechosa la convocatoria, decidió sumarse a la pandilla compartiendo las carreras y los gritos y aportando excitado, potentes ladridos. En pocos momentos el alboroto se apoderó del lugar. El conejo que había permanecido a la espera de lo que ocurriría fuera de su jaula, aterrado comenzó a correr en cualquier dirección, lo que inspiró a Draco, guiado por su naturaleza, a iniciar una veloz persecución que no respetaba plantas, niños ni menos nidos de pascua. Se iniciaron acciones paliativas y órdenes perentorias para impedir que el daño, que estaba a la vista, alcanzara su punto culminante. En su veloz carrera, uno de los responsables, involuntariamente pasó a llevar la llave del control de riego automático, lo que provocó un abundante aguacero que comenzó a descargarse en todas las direcciones. Lógicamente, el barro empantanó en un instante los múltiples recovecos del escenario. En pocos minutos el jardín dejó

de serlo convirtiéndose en un arrasado campo de batalla. Podían avistarse diseminados por doquier, restos de nidos y huevos destrozados y descoloridos, cuyos contenidos naufragaron en el barro ante el desconsuelo y el llanto de los más pequeños. Las acciones de los mayores se orientaron espontáneamente a proteger a los niños y a salvar al conejo que a esas alturas ya había perdido la dignidad original y se había transfigurado penosamente a nivel de estropajo; su gentil propietaria aullaba conmocionada desde un extremo del campo, anhelando el urgente desenlace del desenfrenado acontecimiento.
Con algunas dificultades y demoras se consiguió finalmente restablecer la disciplina; se devolvió al conejo a su propietaria, se acorraló al perro sacándolo fuera de la escena y se logró con paternal energía reunir y apaciguar a los niños. Después de un aplicado ejercicio de relajación colectiva y de las necesarias maniobras de aseo y ornato, se pudo retomar el nivel de serenidad compatible con una devota celebración de la pascua de resurrección.