Taller 48
La tarde parece estar muy tranquila en este fin de semana en la capital, es de suponer que gran parte de los habitantes han abandonado sus viviendas para escapar del calor y buscar amparo en lugares más templados. Sin embargo, son más los que han debido permanecer en la ciudad.
Una inmensa e implacable bocanada de aire caliente lo envuelve todo. Desde una ventana Gerardo observa la multitud de edificios que lo rodean y la ilimitada variedad de viviendas incrustadas en los enormes bloques de cemento de diferentes tamaños. La miscelánea que observa está atestada de balcones, ventanales y terrazas, completando una abundancia de imágenes infinita. Le resulta admirable y quizás preocupante vislumbrar la variedad de vidas que se despliegan al interior de esos estrechos escenarios. En algunos balcones aparecen pequeños grupos de jóvenes riendo y conversando en voz alta, al ritmo de entusiasmos alcohólicos; tal vez disfrutan frívolamente de lo que presumen les depara el destino. Comparten la imagen, sin percatarse, con la achacosa dama que pocos metros más allá, arrastra melancólica sus abriles para regar la noble azalea que la acompaña, tal vez en compartida soledad. A lo lejos, en un pequeño balcón castigado por el sol, un imaginativo ciudadano ha instalado un destemplado quitasol de intenso color verde calipso. En otra dirección, una bandera. Más atrás en una aireada terraza, una agraciada mujer se ofrece en pleno a los rayos del sol. Muy lejos, piensa Gerardo. De los enormes bloques que se asemejan a colmenas entran y salen por las puertas de acceso a la calle, indiferentes inquilinos enfrascados en sus particulares afanes. La profusión de imágenes se despliega en interminables planos que encierran miles de rostros a la distancia. En la enorme miscelánea no falta la mascota que ladra desde la altura sin reconocer enemigo, sólo guiada por su instinto. Tampoco falta el desconsiderado vecino que ostenta deleitarse con su música en provocador volumen. Gerardo reconoce que los distintos protagonistas son sus semejantes, que se afanan parapetados en miles de cobijos. Innumerables ruidos alborotan la escena en cambiantes tonalidades, que van desde el reconocido rugido de un motor hasta la histérica sirena de una ambulancia. También colaboran con su destemplado tono los aparatos de cortar el pasto. Algunos árboles, escasos, aportan su verde oscuro a la escena.
Muchos, quizás demasiados semejantes con sus respectivas secuelas de colores y sonidos rodean a Gerardo, al punto de llevarlo a fantasear con un imaginario mundo de soledad. Enorme hastío le produce admitir que forma parte de la inmensa manada. Al levantar la vista y como inesperada disonancia con el caos reinante, aparece en el fondo del interminable mosaico de cemento y cristal, la imponente imagen de la cordillera de los Andes, mostrando con digna serenidad los extensos manchones de nieves eternas, recostados en el azul acerado de sus cumbres. Es tan potente la imagen que lo desborda y, casi sin darse cuenta, comienza a desplazarse por el espacio para dejar atrás le aglomeración urbana y arrimarse a la colosal montaña. Qué rápido, seguro y asequible le parece transportarse arrastrado por la fuerza de la poderosa fantasía. De esa manera, alucinando y llevado por la brisa, logra posarse al pie de un inmenso farellón vertical bordeado por una gruesa capa de hielo eterno, invulnerable a través de los años. El aire es de una pureza que recorre casi con deleite el camino interior a los pulmones y la nitidez de la luz en la cumbre cordillerana dibuja el entorno de las formas con una precisión prodigiosa. La superficie de tierra árida y las variadas rocas de interminables perfiles, descansan en un silencio profundo, alterado sólo por el monótono silbido del viento. Se respiran la quietud y la ansiada soledad. Se puede ver a la distancia la encubierta serenidad de la ciudad, que esconde su amasijo de realidades.
La alta cordillera aparece como mundo emancipado de la contaminación humana. Gerardo disfruta de la soledad tan anhelada mientras pasan las horas y el bramido del viento se va haciendo más potente a medida de que las sombras se apoderan del paraje. El perfil de la ciudad se va perdiendo y aparece poco a poco reemplazado por infinidad de pequeñas luces que titilan caprichosamente. Comienza a hacer frío en la montaña y cuando el viento se detiene, el silencio agobia. El hombre comienza a comprender que no pertenece a ese lugar por lo que se esfuerza por recuperar la fantasía que lo transportó a las desoladas cumbres, pero le resulta imposible lograrlo. Su seductor capricho se transformó con las horas, en una cruel desolación. Desesperado intentó descender desde los peligrosos riscos cordilleranos, pero le resultó imposible abandonar la cornisa que lo había amparado tan placenteramente, ya que el lugar estaba rodeado de profundos cañadones.
Se hizo de noche y lo inhóspito del ambiente le hizo comprender que pertenecía a su manada y que no le iba a ser posible sobrevivir en un aislamiento ajeno a su naturaleza.